El yo (3) ¿Por qué lo has hecho?

Los humanos somos animales que hemos desarrollado extraordinariamente la capacidad anticipatoria y la cooperación inteligente. Este desarrollo ha sido posible gracias a que hemos inventado la representación simbólica de la realidad. En el curso de este exitoso proceso, ha surgido la conciencia.
¿Por qué lo he hecho?

Puede que alguien encuentre extraño el título de esta tercera entrega de mis reflexiones sobre la conciencia del yo. Podría ser incluso que, al leerlo, alguien haya pensado que quizá no tenga relación con el contenido de esta entrada, sino que pretenda introducir una justificación de por qué he tardado tanto en publicarla. Me satisfaría mucho que alguien lo hubiera pensado, porque eso significaría que había estaba esperando la continuación. Pero se equivocaría, ese hipotético lector fiel. El sentido del título en relación con el tema quedará claro al final, como en una película de intriga, pero yo me he permitido esta introducción porque de hecho me siento obligado a decir algo sobre la demora.

Más concretamente: quiero disculparme por el retraso ante ese hipotético lector fiel, o (no exageremos) simplemente interesado. No me he comprometido con nadie a publicar este blog, pero sí que me comprometí a publicar una tercera entrega de esta serie. Cumplo hoy mi promesa publicándola, pero eso no me exime. Igual que una justicia excesivamente lenta no es justa, una promesa se incumple si su cumplimiento se demora excesivamente. Mis disculpas, pues. Y prometo que de ahora en adelante… no habrá más promesas.

Bueno, una vez enjuagada mi (mala) conciencia, vamos al tema.

Alegoría de Brueghel el Joven
El camino del animal humano

Hagamos memoria. En la entrada anterior señalé que el plan de trabajo era, siguiendo la metodología del sofista Calicles, abordar la conciencia del yo desde la perspectiva de los niños, para empezar, y seguir después con los animales. Desarrollé el enfoque relativo al niño, y llegué a la conclusión de que en él la conciencia se desarrolla a partir de un estado inicial egocéntrico o (“panegoico”) en el que el yo no existe porque no se diferencia del resto, y el proceso de formación de la conciencia consiste en aprender a diferenciar entre las sensaciones que provienen de uno mismo y las que provienen de fuera; en aprender a atribuir las que provienen de fuera a cosas o personas, y por último, a considerarse a uno mismo como una persona igual que los demás, a la que se atribuyen las propias sensaciones y estados internos. Por tanto, el yo no se descubre, ni siquiera se aprende, sino que se crea, y sería el resultado de adoptar un punto de vista en el que se observan las propias sensaciones, estados, etc., como si provinieran de una cosa (persona) igual que las otras. Esa cosa (persona) soy yo.

Vamos ahora con los animales. No pretendo aquí hacer una comparación sistemática entre la conciencia humana y la animal, aunque alguna referencia habrá que hacer, sino más bien intentar entender qué tiene que pasar, o qué puede haber pasado, para que a partir de un ser vivo con escasa o nula conciencia, como sería un animal, aparezca un humano con la conciencia que nos es propia. En cierta forma desarrollaré una especie de hipótesis evolucionista sobre la conciencia, así que quizá hablaré de nuestros antepasados recientes que ya empezaban a ser humanos tanto o más que de los animales. Sinceramente, lo que me interesa ahora no son ni los unos ni los otros, sino el “eslabón perdido”, el instante de transición entre ambos.

Los humanos somos unos animales que, como cualquier otra especie, hemos evolucionado desarrollando unas ciertas habilidades para adaptarnos mejor al medio y sobrevivir en él. En cierta forma, cada especie ha encontrado su propio camino: se ha especializado de una determinada manera. Podemos suponer que cada especie ha intentado triunfar en su competencia con las demás desarrollando un talento único, buscando una aproximación al medio en la que no tuviera rival. Me fascinan las jirafas, y las utilizo a menudo como ejemplo, porque son seres únicos (bueno, como todos, pero… más graciosos que la mayoría), y porque representan de manera muy visual la estrategia básica de la evolución. Se han especializado en algo que ninguna otra especie de herbívoros hace: llegar a las hojas altas de los árboles. Han “encontrado” un camino que no estaba transitado, en el que no tienen que competir con nadie, y han desarrollado las capacidades necesarias para circular por ese camino. En este caso, un cuello descomunal. Para entender las peculiaridades de la especie humana frente a las demás, podemos preguntarnos: ¿cuál es la especialidad de los humanos? ¿Cuál es el camino nuevo y vacío que hemos hallado y qué habilidades hemos desarrollado para ser capaces de transitar por él?

Mowgli, el personaje de Rudyard Kipling pintado por John Dollman
Cooperación más anticipación igual a capacidad simbólica

Sin profundizar demasiado, creo que en relación con la conciencia son dos las facultades que los humanos hemos aprovechado para asegurar nuestro éxito evolutivo: la cooperación y la anticipación. La primera no es demasiado original: todos los animales superiores cooperan en mayor o menor medida; como mínimo se necesitan unos a otros para reproducirse. Incluso hay especies en las que la cooperación es todavía más importante, más básica, que en el caso de los humanos. Entre las hormigas, por ejemplo, existe tal grado de cooperación que uno se pregunta si el individuo es la hormiga o el hormiguero: se entiende mejor su forma de vida si se piensa que cada hormiga es una especie de miembro del individuo propiamente dicho, que sería el hormiguero. Los humanos no somos, pues, los más cooperativos, pero creo que hemos sido los mejores en desarrollar la cooperación ligándola a la segunda de las facultades que quiero resaltar: la capacidad anticipatoria.

Aquí podemos decir que, de entrada, también sucede que todos los animales poseen en mayor o menor medida esta capacidad. De entrada, parece que los humanos no seamos tan originales como las jirafas; hemos elegido caminos más transitados que ellas. Anticipar es esencial en la lucha por la vida. El depredador necesita anticipar los movimientos de la presa para capturarla, y esta los del cazador para escapar. Pero nosotros somos como las jirafas de la anticipación. Muchos animales tienen cuello, y lo estiran para comer cuando hace falta, pero las jirafas son las mejores en esto, a mucha distancia de los demás. Muchos animales anticipan, pero los humanos somos los maestros. Para transitar de forma provechosa este camino, hemos desarrollado facultades mucho más notables que el cuello de las jirafas.

La “genialidad” de los humanos para anticipar mejor que nadie es… (¡que suene la “Marcha Triunfal”, cualquiera de ellas!) la representación simbólica de la realidad. Podemos decir que los humanos hacemos maquetas de las situaciones de forma que podemos ir moviendo las piezas y haciéndolas interaccionar para ver lo que sucede en cada caso, decidir cuál de los posibles cursos de acontecimientos no es más favorable, y saber qué tenemos que hacer para conseguir que ese curso más favorable sea el que suceda. Lo relevante aquí es que en esas maquetas que hacemos para anticipar, nosotros mismos ocupamos también un lugar, porque de lo que se trata es de ver cómo puede beneficiarnos cada una de las posibles continuaciones de la situación, y para eso hace falta que estemos allí, y también nos interesa saber qué tenemos que hacer para que se produzca esa situación más favorable, y para eso también tenemos que estar allí. Somos como niños que montan escenas con clicks de Playmobil, y en cada una de las escenas, uno de los clicks representa al niño que la está montando. Pues bien, ya lo anticipo, como ser anticipatorio que soy: la conciencia aparece justamente cuando yo me represento en estas escenas, cuando me considero una pieza como las demás, cuando examino mi papel en una escena como lo hago con cualquiera de los otros. Este “mirarme a mí mismo desde fuera”, este examinarme como si fuera una cosa, es el aspecto más característico y esencial de la conciencia.

Gabriel von Max
El animal que hace maquetas

Explico ahora lo que quería decir cuando señalé que la genialidad de la especie humana es potenciar su capacidad anticipatoria más que ninguna otra especie gracias a la representación simbólica de la realidad. ¿Qué es la representación simbólica de la realidad? La maqueta hecha con clicks de Playmobil con la que podemos jugar y ver qué pasa si este hace esto y entonces el otro hace eso otro, y entonces… Es esa maqueta, pero sustituyendo los clicks por símbolos. Un símbolo es simplemente una cosa que sustituye a otra para poder referirnos a esa otra cosa con más facilidad. Si no existieran los símbolos, cuando quiero hablar de una jirafa tendría que buscar una y señalarla, para que mi interlocutor supiera de qué estoy hablando. Un avance extraordinario se produce cuando a alguien se le ocurre dibujarla. El parecido de la forma del dibujo con la de la jirafa hace que los demás puedan entender a qué me estoy refiriendo, y me ahorra el engorro de tener que ir a buscar una, traerla y señalarla. No hace falta pensar ni cinco segundos para darse cuenta de cómo cambia todo cuando puedo dibujar una cosa y señalarla para referirme a ella en vez de tener que ir a buscarla y traerla. Las capacidades anticipatorias de quien es capaz de representar así la realidad crecen extraordinariamente con respecto a las de las demás especies. Es como el cuello de la jirafa, pero una jirafa cuyo cuello puede llegar a las ramas más altas de los árboles de las montañas más altas.

Representación simbólica de la realidad quiere decir ser capaz de reproducir situaciones o estados de cosas utilizando símbolos, y un símbolo es cualquier cosa que significa otra. Por ejemplo, una escena creada con clicks de Playmobil es una forma de representación simbólica de la realidad; los símbolos son aquí los clicks, y el conjunto de todos ellos, su disposición en la escena, representa una situación de la realidad. Seguramente nuestros predecesores empezaron representando cosas mediante dibujos o signos parecidos, pero una vez se dieron cuenta de las posibilidades extraordinarias que el invento ofrecía en relación con la capacidad anticipatoria, se lanzaron de cabeza a mejorar el sistema y desarrollaron todo un repertorio de mecanismos simbólicos de tal magnitud que casi me atrevería a compararlos con unas jirafas que hubieran desarrollado un cuello con el que explorar los árboles de otros planetas (si los hubiera). Los símbolos pintados se han convertido en símbolos pronunciados mediante sonidos, luego en palabras propiamente dichas, en escritura, en comunicación, en ideas, en pensamiento. Y en conciencia.

Se hace ahora evidente la importancia del otro de los elementos que he señalado como motor básico en la evolución de la especie humana: la cooperación. Sin cooperación el lenguaje no aparece, porque no hay necesidad de comunicar nada a nadie. Y si no hay lenguaje, no hay pensamiento ni conciencia. Esto que estoy diciendo me parece obvio, pero me siento obligado a desarrollarlo un poco más porque va en contra de una idea muy arraigada en todos nosotros: la idea de que la conciencia es una facultad básica, inmediata en cualquier humano adulto, de forma que, si no supiéramos hablar unos con otros, podríamos hablar con nosotros mismos. Pero esto es imposible. Hablar con uno mismo es un aprendizaje de segundo nivel con respecto a hablar con los demás. Si no he aprendido a comunicarme con los demás, no puedo comunicarme conmigo mismo. De hecho, si no he aprendido a comunicarme con los demás, yo ni siquiera existo. Quiero decir que no tengo la conciencia de mí mismo que es característica de los humanos.

Henri Rousseau
Un relato de prehistoria ficción

Intentemos imaginar la escena de la invención del primer símbolo. Yo la imagino así. En una expedición de caza, un individuo va por delante de los demás, explorando el terreno. En un momento dado, encuentra algo útil e importante pero que es secundario con respecto a la finalidad de la expedición; por ejemplo: una fuente. Es una hallazgo importante porque llevan tiempo moviéndose por un terreno árido. Bebe y se da cuenta de que sería conveniente señalarla a los que vienen por detrás. Él es el explorador; los demás se limitarán sus huellas, y es probable que la fuente les pase desapercibida, pero sería muy conveniente que bebieran. Se detiene junto a ella, espera que los demás estén a la vista y entonces hace gestos con las manos señalando hacia la fuente. Seguramente llevará un palo, y lo blandirá para ser visto desde más lejos, y señalará con el palo el punto de donde brota el agua. Cuando se asegure de que ha sido entendido, reanudará la marcha. En ese punto de la ficción evolutiva, los cuasi-humanos de los que hablo son capaces de gesticular para indicar algo, pero esto por sí solo no los aleja demasiado de otras especies, como por ejemplo el pavo real.

Imaginemos ahora que la escena descrita se repite una y otra vez en sucesivas expediciones, y que cada una de las veces el explorador se lamenta de tener que esperar junto a la fuente mientras llegan los demás, lo cual quizá comporte algún inconveniente, como podría ser perder el rastro de las presas. Pero debe esperarlos, porque si no lo hace, no podrá transmitirles el mensaje. Un día, quizá más nervioso que de costumbre, quizá habiendo perdido ya la paciencia por la lentitud de sus compañeros, decide no esperar. Pero su impulso hacia la cooperación le impide dejar a los otros sin el agua que necesitan. Para satisfacer ese impulso en alguna medida, se le ocurre algo, una especie de solución de compromiso: deja en el suelo el palo con el que señalaría la fuente, apuntando hacia ella. Es decir, representa el gesto de señalar. Teniendo en cuenta que es la primera vez que alguien hace algo parecido, es posible que sus compañeros cuando lleguen se sorprendan al ver el palo, pero no sean capaces de entender el mensaje. Pero si alguien lo entiende, sucede algo extraordinario. Se estará dando un pequeño avance para ese grupo de cazadores, pero un gran paso para la humanidad, como dijo el astronauta. Porque quien lo entienda, entiende no solo el mensaje sino también el concepto: entiende qué es representar. Entiende que se puede utilizar una cosa que tengas a mano para representar otra que no está tan a mano, y así poder comunicarse con los demás. El lenguaje, el pensamiento, la filosofía, la ciencia, ya son posibles.

Vuelvo ahora a la finalidad con la que presentaba esta escena hipotética: responder convincentemente a la pregunta de qué es primero, hablarse a sí mismo o hablar a los demás. Llevando la pregunta a la escena que he planteado, sería algo así como: el primer hombre que utilizó una cosa para representar otra, ¿lo hizo para comunicarse algo a sí mismo o para comunicar algo a los demás? En teoría las dos opciones son posibles. Podemos imaginar el explorador que encuentra por casualidad una fuente escondida en un trayecto que hace a veces, y que la siguiente vez que pasa la busca y pierde un tiempo precioso hasta que la encuentra, puesto que está escondida. Y podemos pensar que se le ocurre una idea: marca el lugar con un montón de piedras, para que sea visible fácilmente, de forma que la siguiente vez que pase, no pierda tiempo buscando. Pues bien: yo creo que es imposible que el primer símbolo se utilizara para darse una indicación a sí mismo. Inventar el primer símbolo es una hazaña muy difícil. Parece imposible que surgiera “de la nada”. En cambio, es fácil imaginar una evolución del gesto al símbolo: de señalar usando el palo se pasa a hacer que sea el propio palo el que señale por sí mismo. Y es evidente que los gestos se utilizan en el contexto de la comunicación interpersonal: nadie se hace gestos a sí mismo. Y nadie necesita comunicarse algo que ya sabe, ni por gestos ni de ninguna otra manera. Sí que utilizamos símbolos para recordarnos algo, que sería la función del montón de piedras en la segunda escena hipotética que he planteado en relación con el origen de los símbolos. Pero, puesto que yo no me comunico las cosas que ya sé, no existe ninguna base anterior sobre la pueda asentarse el uso de símbolos para una comunicación personal que no ha existido hasta entonces. Por el contrario, yo creo que el proceso es: primero, comunicación interpersonal mediante gestos (gritos, ruidos…); luego, utilización del símbolo para representar al gesto; luego, ampliación del ámbito de uso de los símbolos para representar no solo gestos sino también cosas, y elaboración de un sistema complejo de comunicación simbólica, y en algún momento del proceso, utilización de ese sistema para “comunicarme” conmigo mismo. Por ejemplo, para recordarme algo.

En realidad, creo que comunicarse con uno mismo se hace necesario como instrumento imprescindible de una función más básica, o más general, que la de recordarse algo: la de pensar. Una vez hemos aprendido a representar las cosas mediante símbolos, y luego a sustituir los objetos por símbolos no materiales, lenguaje hablado, lenguaje escrito y pensamiento, somos capaces de hacernos esas maquetas de situaciones de la realidad que nos permiten anticipar y prevenirnos, sin mover un solo músculo. ¿Qué necesidad hay de hablarse a uno mismo? Ninguna, porque ya sé lo que me voy a decir. Pero sí que hay necesidad de pensar, de representarme situaciones mediante ideas y de mover las piezas para ver qué pasaría en cada situación posible. Al ser capaz de hacer esto, incluyéndome yo en la representación, surge la conciencia de mí mismo. Esta forma de “hablarme a mí mismo” que es pensar, sí que es útil, porque me empiezo diciendo cosas que ya sé, pero con la intención de llegar a decirme cosas que no sé: de extraer conclusiones nuevas a partir de premisas conocidas.

Zacharias Noterman
Lo que se aprende de perros y monos

Voy acabando. Me había comprometido a llegar a la pregunta con la que he titulado esta entrega: “¿Por qué lo has hecho?”. Así que más vale que empiece a encaminarme ya hacia ella. Para hacerlo recupero el camino que había perdido, el de los animales, que supuestamente era el tema que tenía que tratar. Más en concreto, cuáles son los elementos clave que diferencian la conciencia humana de la que puedan tener otras especies animales. En realidad, la respuesta es justamente el tema del que he estado tratando hasta ahora: la representación simbólica de la realidad, desarrollada a través de la cooperación con los demás, con la finalidad de mejorar nuestra capacidad anticipatoria. Pero esto plantea el espinoso problema de hasta qué punto otras especies animales poseen una cierta capacidad simbólica, y hasta qué punto esa supuesta capacidad, de un nivel inferior a la humana, alcanza un nivel suficiente como para permitir cierta forma de conciencia. Y también otro problema no menos espinoso: hasta qué punto es absolutamente esencial esa capacidad simbólica, es decir, el lenguaje, para tener una cierta forma de conciencia. Porque, como ya he señalado muchas veces, es importante tener siempre presente que todos los seres vivos “saben” lo que les pasa en cierta forma, puesto que reaccionan ante ello.

Las preguntas son tan espinosas que no las responderé, por lo menos de momento. Y no es solo que no me quiera pinchar con sus espinas: es que ya he de acabar. Pero intentaré una aproximación. Para que podamos hablar de conciencia, hace falta no solo enterarse de lo que a uno le pasa, sino también enterarse de que es a uno a quien le pasa, es decir, reconocerse como sujeto, como alguien a quien le pasan cosas (y eventualmente hace cosas, también). Es misión imposible averiguar con certeza si esto sucede en las diferentes especies animales, pero los investigadores han ideado diversas estrategias para obtener indicios. Uno de estos métodos es fácil de entender y fácil de entender su utilidad: situar a un animal frente a un espejo y ver cómo reacciona. El experimento no es factible con una gran parte del reino animal, pero sí con algunas de las especies que seguramente nos interesan más. ¿Y qué sucede? Sucede, por ejemplo, que los perros, por más que suelan tener fama de animales inteligentes, no suelen pasar el test. He visto perros gruñendo amenazadoramente ante su reflejo en un escaparate: creen tener delante a un competidor. Pero algunos simios superiores (como el chimpancé) lo superan con holgura. Yo no lo he visto, pero he leído que se han observado casos de chimpancés que, al verse reflejados en un espejo, se han arreglado el flequillo, como hacemos habitualmente los humanos en el lavabo. ¿Tienen los chimpancés una conciencia de nivel humano?

La gran dificultad aquí es diferenciar las respuestas “automáticas”, esto es, sin control consciente, como serían las reflejas, de las propiamente conscientes. Por ejemplo, el propietario orgulloso de un perro podría argumentar que el perro se da por aludido cuando le riñe, lo cual parece indicar que tiene conciencia de sí. Es más: he visto dueños de perros que preguntan a su mascota: “¿Qué has hecho?” cuando sospechan que ha hecho algo indebido. El animal nunca responde, pero es cierto que a veces su conducta manifiesta una cierta comprensión de la pregunta. Pero creo que no hay comprensión en absoluto, sino que es una conducta que entra dentro del ámbito de la respuesta refleja. Aporto como prueba que, si a un perro acostumbrado a ser interrogado de esta forma, se le hace la misma pregunta en un contexto en que la pregunta no es pertinente, porque no ha hecho nada reprobable, el pobre animal reacciona de la misma manera. Es fácil aceptar que el perro no entiende la pregunta, sino que entiende que le están riñendo. Y si reacciona cuando le riñen de esta manera es porque la riña verbal sustituye a algún otro tipo de castigo que se le ha infligido en otras ocasiones; tal vez simplemente asocia el tono de voz en el que se la hace la pregunta con el castigo que otras veces ha venido después de que le hayan hablado en ese tono.

¿Y un chimpancé? ¿Podría responder con sentido a la pregunta? Estoy dispuesto a aceptar que sí. No podemos esperar una respuesta directa, pero sí puede haber comportamientos que indique una cierta comprensión. Supongamos que tenemos no uno, sino dos perros, y que un día al volver a casa encontramos un estropicio. Nos encaramos al más travieso y le lanzamos la pregunta acusadora: “¿Qué has hecho?”. Y ahora supongamos que, en vez de encogerse o correr a esconderse detrás del sofá, el perro levanta una pata y apunta a su compañero, expresando claramente un mensaje: “Yo no he sido, ha sido él”. Sin duda esta respuesta indicaría una perfecta comprensión de la pregunta. Pues bien: si alguien había quedado con la impresión de que estaba menospreciando las capacidades intelectuales de los perros, supongo que ahora me dará la razón en esto: es inimaginable que un perro responda así. ¿Y un chimpancé? Parece que en este caso no es inimaginable. Hay constancia de respuestas similares. Se reconocen ante el espejo, entienden preguntas sobre sí mismos… ¿quiere esto decir que los chimpancés tienen conciencia de nivel humano?

Además de la capacidad de verse a sí mismo como a un tercero, como una persona, y asociar los propios estados internos, deseos, emociones, con los que se detectan en los demás, la conciencia propiamente humana requiere otro elemento: que el yo se inserte en una historia, en el relato de la propia vida. Un yo humano tiene la capacidad de reconocerse a sí mismo como una persona no sólo en el momento presente, diferenciándose del resto de los elementos que componen la situación actual, sino también de reconocerse como el protagonista de todas las situaciones anteriores que ha vivido y que puede recordar. Y también de proyectarse hacia el futuro, formando parte y teniendo un determinado papel en las situaciones previsibles. Al fin y al cabo, este es el objetivo final: anticipar, prever, prepararse para salir lo mejor posible de lo que vendrá, sabiendo de antemano qué tendrá que hacer cuando llegue.

En definitiva, la conciencia humana posee una característica que suele llamarse “la continuidad de la conciencia”. Es esencial, no accidental, que yo recuerde lo que hice y sea capaz de prever lo que haré, porque esa es la finalidad del camino evolutivo que nos ha llevado a ser lo que somos. La conciencia es conciencia de un yo. Tengo conciencia de mis experiencias, además de sentirlas y, eventualmente, reaccionar ante ellas de forma refleja, como hacen todos los seres vivos, porque las percibo como mías, me las atribuyo. Si no hay yo, no puede haber conciencia. Me he de identificar como el sujeto de mis experiencias, y no solo las presentes, sino también las pasadas, porque esto es, en definitiva, un yo: una colección de experiencias. Yo soy el que ha sentido todo lo que he sentido, y el que ha hecho todo lo que hecho. Si no recordara mis experiencias anteriores, mi identidad, mi yo, se disolvería, y esto es lo que les pasa, por desgracia, a los enfermos de Alzheimer.

La continuidad de la conciencia requiere que guarde no solo recuerdos (que podrían ser fotográficos, es decir, meras imágenes) de lo que sucedió y del papel que desempeñé, sino también de los motivos por los que actué. He de ser capaz de reconocer los motivos por los que actué (ser consciente de ellos) y recordarlos, porque el recuerdo del pasado es esencial para prever el futuro, y para ello es necesario recordar mis motivos. Por ejemplo: me encuentro ante una situación determinada y recuerdo que, en una situación anterior parecida, salí corriendo. Pero ¿lo hice para huir? ¿Lo hice para ir a buscar algo o a alguien? Es fundamental que recuerde el por qué.

Hay, además, otra circunstancia importante: para recordar los motivos es necesario que sea consciente de que los tengo. Es necesario que me atribuya a mí mismo una causalidad en mi conducta, cosa que no puede hacer, por ejemplo, un bebé. Se aprende primero que las cosas suelen suceder por alguna causa, o que las personas actúan también por motivos, antes de aplicarse a uno mismo el esquema y darse cuenta de que en la propia conducta también hay motivos. Aprendemos a buscar los motivos por los que actuamos, aprendemos a ser conscientes de ellos, y tratamos de aprender también a cambiarlos cuando convenga, es decir, a conseguir que algunos factores funcionen como motivos para actuar y en cambio otros que en el pasado lo han sido, dejen de serlo. Tratamos de aprenderlo durante toda la vida, y pocas veces uno se siente totalmente satisfecho del éxito que ha tenido en este aprendizaje: es un asunto difícil. Adultos formados y sensatos encuentran a veces dificultades para explicar el motivo de alguna cosa que han hecho, otras veces han de reconocer que han actuado movidos por un motivo que ellos mismos consideran inadmisible, y otras han de reconocer que no han actuado cuando tenían un motivo suficiente para hacerlo. Yo, sin ir más lejos, experimento todas esas dificultades en relación con los motivos por los que he tardado tanto en escribir esta entrada. Todos los seres vivos actúan por algún motivo, pero los humanos estamos empeñados en conocer cuáles son esos motivos en cada una de nuestras actuaciones y, eventualmente, cambiarlos en el futuro.

En definitiva, la comprensión de la pregunta “¿Qué has hecho?” es útil para poner bastante alto el nivel de lo que se requiere para que pueda hablarse de conciencia, pero creo que el listón de una conciencia propiamente humana sólo puede saltarlo quien sea capaz de responder a la pregunta: “¿Por qué lo has hecho?”.

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